Microrrelatos SUR II Premio Pablo Aranda del 30 de julio | Diario Sur

2022-07-30 11:52:59 By : Mr. Kim Zhu

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Le dio una propina para que hiciera un buen trabajo. ¡Qué suerte haberlo encontrado! Cada vez hay menos buenos profesionales. No hay nada como la tranquilidad de un… El hacha cayó.

Anhelantes, atravesamos los túneles en Vespinos con dirección a Málaga. Sin cascos, de a dos, entre el Terral y el murmullo sonoro de los motores. La libertad era escaparse a base de mentiras. En el Bolivia 41 me besó por primera vez, entre helechos y con sabor a cubalibre. Los siguientes supieron a sal y a despedida. El tiempo era extenso y prolongado entre las risas de mis primas. La arena áspera. El mar transparente. Al regreso, fuera del horario establecido, nos esperó, rijoso, el abuelo Blas. Con esa mirada que lo dice todo refunfuñó: «Mañana no habrá playa».

Selena tomó decisión, comunicó a todos sus familiares y conocidos que estaría ausente por una larga temporada. Por fin, tendría ocasión de renovar su casa sin que la molestasen, apagó el móvil, se dio el lujo de ponerlo en modo avión, sería sólo un tiempo y lo dejó metido en un cajón. ¡Que nadie me perturbe!, pensó. Entusiasmada de haber aprendido las técnicas de restaurar muebles antiguos, se dispuso a transformar el viejo armario, que siempre estuvo allí y que perteneció a su bisabuela. Con gran esfuerzo lo retiró de la pared, sorprendida descubrió que justo detrás había un zulo que ella ignoraba. Tras su primer asombro, curiosa, se agachó y miró en el interior. Un mal movimiento le hizo perder el control y caer dentro a gran profundidad. Sus gritos no sirvieron de nada. ¿Y su teléfono?, su teléfono también estaba ausente.

«Su reflejo le espera, impaciente y emocionado, tómese su tiempo», me dijo sonriendo el jefe del equipo médico. Me dejaron a solas, pero fui incapaz de mirar. Había recreado este encuentro un millón de veces y, ahora que estaba a tan solo un pestañeo de distancia, me quedé paralizado.

Entonces recordé el bullying, la soledad, los amores imposibles, la depresión que desembocó en un torpe intento de suicidio, la infinita comprensión de mis padres y las liberadoras palabras del psicólogo.

Abrí lentamente los ojos, saludé al hombre del espejo y fui feliz al comprobar que, por fin, mi cuerpo estaba sincronizado con mi género.

María Victoria Muriel Díaz

En un proceso de selección extremadamente competitivo, infinitas candidatas se postulaban para un reducido número de plazas. Seleccionar era una cruel acción que implicaba hacer callar infinitas historias. No había lugar para mediocres, era preciso eliminar las candidaturas que manifestaban cualquier tipo de falta. Las seleccionadas trabajarían para cultas personas hispanohablantes, el dominio de la lengua de Cervantes era un requisito esencial. Los principios éticos eliminaron todas las manifestaciones soeces, xenófobas, violentas... Después de descartar a todas las candidatas que no se adecuaban al perfil comenzó la evaluación del trabajo en equipo; la agrupación de las candidaturas que podían generar sinergias, era preciso que los grupos creasen su propia historia. Tras un agotador proceso de escribir, reescribir y sobreescribir, la escritora consiguió seleccionar un reducido club, de menos de ciento cincuenta palabras, para desarrollar el microrrelato.

Juan Miguel de los Ríos Caparrós

Mateo fija la mirada en el monitor de la estación. Aprieta el billete de tren y regresa a una esquina. Sé su nombre porque pregunté a los vigilantes; es un indigente que lleva años por aquí –me dijeron–, pasa horas frente a los paneles de información. Duerme en los bancos del parque, no sabemos más. Me acerco a su lado y le hablo; un destello de ilusión le inunda la mirada. El tren saldrá pronto –me suelta–, tengo mi billete. Reparo en la fecha de salida: 14 de febrero de 1996. Perdiste ese tren –le hago saber–. Hace más de 20 años que se fue. Mateo mira el billete, recoge sus pertenencias y se aleja de mí. Observé que sus ojos se vaciaban de vida. Me pregunto si hice bien en contárselo; si es mejor no acordarse de los trenes que perdimos para siempre.

Nos miramos y nuestras pupilas se dilatan, inhalando el deseo que desprenden nuestras manos. Ya no hay vuelta atrás: nuestras frentes se rozan y no espero ni cinco segundos para regalarle el primer mordisco en su labio inferior. El sabor a sangre me altera las arterias y mi respiración comienza a acelerarse.

Ella se quita la camiseta y hace lo mismo con mi ropa. Sonríe. Cuando me desprendo de mis zapatos, se da cuenta de la verdad y echa un paso hacia atrás, pero ya es demasiado tarde.

Mis pezuñas se acercan a ella y saboreo el último aliento de su corazón. Su cuerpo cae al suelo ligeramente y lo dejó ahí, como una alfombra de gran valor. Al día siguiente, por la mañana, me visto con mi mejor traje y conduzco tranquilamente hasta el juzgado: hoy la testigo de mi contraparte no acudirá al juicio.

Mª del Carmen Fernández Ruiz

La abuela María tenía un secreto. De pequeña, la veía siempre con un pequeño rosario de plata y nácar en las manos. Sus dedos lo acariciaban una y otra vez mientras que yo me quedaba absorta viendo el movimiento de las cuentas.

Pasaron los años y llegó el momento de su partida. Para ese viaje lo único que pidió fue llevar en sus manos el rosario que la había acompañado toda su vida.

Cuando empezamos a recoger sus cosas, encontré un trozo de papel amarillento y apenas legible. Era una carta dirigida a mi abuela por un hombre que se iba a la guerra... parecía ser un amor de juventud.

En ella hablaba de un rosario que le había entregado y le pedía que lo guardara cerca de su corazón como prueba de su amor. Ahora lo entendí todo... ese fue su gran amor... ese fue su gran secreto.

Amanda ha estado cinco días en esta casa. Solo tres menos que yo. Hemos intercambiado unas 35 frases. Hola soy Amanda es una de ellas. Hemos hablado realmente poco. Queda un hueco enorme, redondo, como el que deja un ojo en la cara, por rellenar.

Amanda me mira en el minuto uno de su existencia en esta casa. Descorazono cerezas sobre el fregadero que luego le echaré en el yogur. Sonrío incómoda. Algo le dice ella deshace con sus manos, quema, si le doy un perro le sacará los ojos. Regresa por la noche, me ve cenando sola en la terraza y piensa ha apuntalado su espalda a la pared porque está vacía como un espejo dado la vuelta.

A quién yo miro es un secreto.

Aquí descarto a una: Amanda, yo nunca haría nada de eso.

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