Natalia Oreiro: la casa de Palermo en la que vivió la actriz de Santa Evita durante 18 años tiene un ambiente secreto al que siempre vuelve - LA NACION

2022-07-30 11:42:16 By : Mr. Jimmy Shi

Un festín para los ojos. Así se puede describir el oculto pasaje en el que se encuentra una de las mansiones más icónicas de la Ciudad de Buenos Aires. En una esquina de la calle Thames con un local de choripanes gourmet disimula el estallido de colores que lleva al angosto pasaje Santa Rosa cuando uno se adentra por su calle adoquinada.

La selección de la paleta de colores no es apta para todo público, ya que la impronta saturada y vibrante de los tonos no son el plato de cualquiera. Cuando uno piensa en la familia Alvear en el 1887, año en el que se construyó la casa, imagina elegancia, sobriedad y clasicismo. Pero sus posteriores dueños, muchos años después, pegaron un volantazo y derribaron este prejuicio. Hoy, dejan a todos con la boca abierta cuando ven su reconversión. Natalia Oreiro compró la casa a sus cortos 21 años, en 1998 cuando filmaba la novela Muñeca Brava, y vivió por 18 años junto a su marido, el músico de rock Ricardo Mollo, y allí nació su hijo Merlín Atahualpa.

La fachada está lejos de parecer la de una casa palermitana. Durante muchísimos años, incluso con la dueña anterior a Natalia, la casa estuvo pintada de un color rosa pálido y se la conocía como “la casa rosa del pasaje Santa Rosa”. Hoy en día su fachada es una obra de arte hecha con mosaicos principalmente blancos. Lo que parecen decoraciones al azar no lo son, ya que cada columna representa a un miembro de la casa. Por ejemplo, una tiene el escudo asturiano por los orígenes familiares; la que identifica al nuevo dueño tiene los colores de San Luis de La Plata, su club de rugby -rojo, azul y blanco-, y otra el muñeco de una fábula ecuatoriana que le gusta. Otras tienen las fechas de nacimiento de los hijos y algo que los representa: llevan una corona por su hija, un Batman por el apodo de su hijo y el extracto de un texto para su otro hijo, el más intelectual. La artífice del mural es Graciela Barreto, profesora en La Plata, y estuvo ocho meses diseñando la pieza y cuatro fines de semana para su instalación contigua al portón, incluyendo una placa que luce en el ingreso.

Enfrente hay otras viviendas y paredes traseras de comercios, con fachadas igual de coloridas que la de la casa. Pero la gente que pasa frecuentemente se queda mirando la mansión o incluso pregunta si se trata de un centro cultural. Nadie imagina que es una divertida vivienda familiar.

Su carta de presentación le hace justicia a su interior. Al abrir el portón, es inevitable que los ojos se vayan directamente al caballo multicolor que custodia la entrada de la casa. Delimitado por medianeras de varios metros, la propiedad se siente como un pequeño oasis dentro de la ciudad de cemento, en el que decoran el jardín una multitud de plantas variadas. Una palmera, camelias en flor, álamos, un ginkgo biloba -el árbol que sobrevivió a la bomba de Hiroshima- y otras especies japonesas, en honor a la afición de la cantante por la cultura oriental. La casa tiene 480 metros cubiertos, con tres dormitorios y cinco baños, mientras que el terreno mide aproximadamente 25 x 27 metros.

“Muchas personas de origen ruso tocan el timbre o me esperan pensando que se la pueden encontrar a Natalia o para espiar la casa atrás de los muros. Una vez vino una mujer rubia, fanática de Oreiro, preguntando si estaba ella y me contó que venía de Rusia y que había sacado entradas para el pre estreno de la película Gilda. Otra vez vinieron dos chicos con mamushkas para regalarle”, cuenta el nuevo dueño dado que Oreiro tiene una altísima fama en Rusia por la emisión de sus novelas en ese país. Incluso hay guías turísticas que pasan y cuentan que “ésta es la casa en la que vivió la estrella”.

También Ricardo Mollo, guitarrista de Divididos que comenzó su carrera con Sumo, tenía visitas de sus fans en horas inapropiadas y con serenatas inesperadas. “Mollo me dijo que por el ruido de la zona y por la gente que venía y a las tres de la mañana les cantaban desde la vereda sus canciones, más de una vez se han ido al estudio a dormir con Natalia porque tiene concreto para aislar el ruido. Es por eso que toda la planta alta tiene doble vidrio”, explica el dueño.

Si bien Natalia ya no vive más allí, sí mantiene el contacto con la propiedad. Tapada por enredaderas, una puerta de metal negra en el jardín conduce a la actual sala de ensayo y estudio que Oreiro y Mollo a veces visitan porque es un ambiente separado que no se incluyó en la venta de la casa. Pero del lado de la propiedad, la puerta pasa desapercibida dado que un baño de azulejos azulados con puerta de madera llama mucho más la atención.

“Antes había una garita, por eso hay una puerta en la calle. Cuando Natalia se mudó a la casa, sus padres desde Uruguay temían por su seguridad y la obligaron a poner guardia permanente y siempre había alguien ahí. Fue hasta que, entre relevos de los guardias, vio que en el libro de reportes se referían a ella como `el objetivo´ al cronometrar sus entradas y salidas, se sintió mal y decidió prescindir de ese servicio”, cuenta el actual dueño de la casa, quien se la compró a la pareja de artistas en 2016. Ahí afuera, los ruidos de la calle y los bares de los alrededores quedan lejos y solo llega el canto de los pájaros y del viento que mueve las hojas de los árboles. Un paraíso personal en plena urbe.

Cuando Natalia vivía ahí, el actual propietario (que prefiere resguardar su identidad) pasaba por la puerta de la casa y no podía evitar sorprenderse. “Para mí, era como de la realeza”, describe a la propiedad. Y cuenta que cuando su esposa empezó a buscar casas para mudarse, él averiguó por ésta en particular y supo que estaba en venta. Habían bajado su precio porque en la operación no entraba el estudio de grabación y ensayo. Pero Oreiro y Mollo ya se encontraban negociando con otro comprador. Su interés por la propiedad fue por tal que logró que el agente inmobiliario le revelara que la contraoferta del otro interesado era por US$50.000 menos de lo que pedían. Ahí fue cuando el actual propietario aprovechó la oportunidad, fue a ver la casa por dentro durante un fin de semana, reunió la financiación necesaria y en 48 horas la compró al precio que se pedía.

El pomo de la puerta transparente y facetado advierte de antemano que la que está por verse no es una casa común. Si al entrar se mira para abajo, uno se encuentra frente a un pedazo de historia nacional. Los pisos originales de la mansión que construyeron los Alvear son de mármol blanco y negro, y el único lugar en el que se preservaron fue en ese hall de entrada. Al levantar la mirada, una escalera caracol inunda de modernidad el ambiente con su color turquesa gastado.

Tres pasos a la izquierda y se siente como si se pasara a una casa completamente distinta. Los techos altos se mantienen, pero ahora un violeta intenso predomina en la sala de estar. De un costado, la ventana que da al frente de la casa tiene su pared pintada de este tono elegido por el dueño actual, con cortinas de tul lilas que hacen juego y con una lámpara de piel blanca que completa el rincón. En el pasado, el piso tenía un timbre de pie para llamar al personal de servicio, aunque se inhabilitó cuando el dueño reemplazó los pisos de cemento alisado por madera.

Del otro lado, un gran ventanal de piso a techo deja ver el entramado de la reja art decó que la separa del exterior. La luz natural que entra ilumina los sillones, la chimenea y la gran alfombra que con sus varios metros agrega su cuota de violeta con un fondo negro. Si bien cuando Natalia vivía allí las paredes altas estaban repletas de pequeños cuadros, el dueño actual optó por solo dos grandes.

Al cruzar el siguiente umbral, el turquesa furioso del comedor complementa y contrasta la sala que se acaba de abandonar. Lo que antes era el playroom del hijo de Natalia y Ricardo, hoy en día es el comedor, que tiene dos ventanales que lo iluminan, con varias mesas de apoyo cuyos objetos de decoración acompañan el color principal.

Esta tonalidad cambia en la cocina a un amarillo claro, aunque el foco de atención se lo llevan los mosaicos del siglo XIX que el actual dueño compró en una casa de antigüedades y remasterizó en un collage de colores.

A continuación, se integra con este ambiente un invernadero de metal blanco con una mesa. Anteriormente era el comedor de la pareja de artistas y fue la ampliación más relevante que la actriz decidió realizar en la propiedad para alojar su gran colección de orquídeas; se integra al patio exterior con un deck de madera y queda al lado de la parrilla.

A la derecha de la entrada principal, otro cuarto de techos altos invita a la distensión. De clima fresco, ideal para el verano, la biblioteca de paredes celestes y rojas es el lugar ideal para leer un libro o disfrutar de una buena película en la pantalla gigante que reposa en uno de los laterales. Además de los dos ventanales arqueados, tiene una puerta ventana que -como la mayoría de las salas de la planta baja- permiten el acceso directo al patio externo. Allí afuera hay una galería con una mesa para comer al aire libre y una pileta con mosaicos que forman un delfín para refrescarse un día de verano.

El aplauso final de la planta baja se lo lleva, sin dudas, el bar. Como una cápsula del tiempo, la pequeña sala tiene una barra de madera con heladera integrada. Pero este no es cualquier mueble de madera, sino que tallado en dos de sus caras, lleva el escudo de la familia Alvear.

En los años que vivieron Oreiro y Mollo, el bar tenía un pasillo escondido que llevaba directamente a la cocina, para lograr una doble circulación. En el pasado, los invitados fumarían un habano mientras sostenían su trago en la otra mano y por otro lado el personal de la casa podría ir y venir con comida y appetizers desde la cocina.

A medida que uno sube las escaleras se despide de los colores explosivos y se encuentra con una paleta más neutra. Pero, en el camino, el baño del descanso de la escalera deja una última estela cromática: con piso de mosaicos turquesas -como la escalera que conduce a él-, rojo y blanco, en la antesala hay un sillón de un cuerpo y las paredes están pintadas de celeste con líneas rojas.

Una gran ventana arqueada con vista directa a la palmera de la abertura principal del hall que inaugura el primer piso. A la derecha, la habitación en suite en la que dormía Merlín, el hijo de Oreiro y Mollo, tiene el techo pintado como si fuera la carpa de un circo. Las puertas de la habitación conducen a un balcón privado que dan al jardín, un espacio ideal para relajarse y leer un libro.

Otra habitación es un espacio al que los dueños llaman siestario: un dormitorio pequeño de una cama donde dos de sus paredes son ventanas gigantes esmeriladas con detalles en verde. Ofrece privacidad y buena iluminación a la vez. Los bordes de las ventanas tienen tiras de luces para un ambiente cálido y sereno por la noche.

A la izquierda de la sala principal, se asoma la gran habitación de la pareja propietaria, con una cama matrimonial, dos alfombras grandes y una chimenea. Este dormitorio tiene la particularidad de recorrer la casa de punta a punta, por lo que tiene una ventana que da al frente y otra que da al fondo de la propiedad. Las molduras florales que hoy están de blanco antes eran multicolores y “todo el techo era verde con nubes y estrellas”, recuerda el dueño.

Otra antesala -esta vez con un placar alto- conecta la habitación con su baño correspondiente. Éste tiene un gran ventanal de vidrio esmerilado sobre la mesada de madera celeste gastada, que ilumina directamente la gran bañadera antigua de símil mármol de cuatro cuerpos y le da luz al mural floral que pintó la esposa del dueño. Unos pasos más allá, se encuentra una puerta que conduce al baño.

Para los amantes de la moda, desde otro pasillo de la habitación se llega a un vestidor de doble piso. Con tres placares en cada lateral tapados con cortinas blancas y violetas, este espacio tiene un entrepiso de vidrio reforzado que duplica en altura los armarios.

A continuación, hay otro baño de soporte. En este caso, tiene una bañadera roja por fuera con patas de metal y una pileta original de la casa, en blanco con detalles rojos. Este baño desemboca en una escalera secundaria que encargó Natalia, que a mitad de camino conduce al cuarto de servicio y desemboca finalmente en la cocina de abajo.

Siglos atrás la Ciudad de Buenos Aires era muy distinta a como la conocemos ahora. El barrio que hoy se hace llamar Palermo Soho era puro campo y unas pocas propiedades se encontraban en la zona.

En 1855, la empresa Moreno Mosconi & Cia., compró un predio cuyos límites eran las avenidas Santa Fe, Scalabrini Ortíz, Córdoba y la calle Godoy Cruz. El objetivo era constituir la llamada “Ciudad de los obreros”, pero se limitaron solamente a la apertura de las calles. Terminaba el año cuando Torcuato de Alvear (quien fue el primer intendente de Buenos Aires entre 1883 y 1887), colocó la piedra fundamental que bautizó la zona como Villa Alvear. Años más tarde, el Banco Inmobiliario, creado en 1888, que era propiedad del empresario Antonio Devoto, recibió la propuesta de vender una fracción de 200 hectáreas en la zona de la villa. El Banco compra estas tierras y fue en ese momento de la historia en el que le encargó al reconocido arquitecto Buschiazzo el fraccionamiento y trazado urbano del barrio que buscó la saturación de los terrenos, achicando lotes y multiplicando calles. En el cruce de las actuales calles Serrano y Honduras, una pequeña plazoleta conforma el centro del barrio (a metros del pasaje Santa Rosa y la ex casa de los Alvear). Con los años, Villa Alvear dejó de llamarse de esta manera para pasar a ser conocida como Palermo Viejo (y hoy Palermo Soho).

Esta propiedad llegaba de donde está actualmente hasta la avenida Santa Fe, a unas nueve cuadras de distancia, donde estaban los portones de Palermo. Es decir que antes del desarrollo de la zona, los Alvear tenían una vista limpia y directa al Arroyo Maldonado, el cual, como decía Borges en sus libros, se consideraba que era el límite de la Ciudad hasta que luego se tapó y convirtió en avenida.

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