Atraco futurista - Grupo Milenio

2022-05-28 03:03:40 By : Ms. Cassie Duan

Joaquín López-Dóriga

En un arrebato de ingenuidad, el domingo pasado me lancé a conocer el recién inaugurado Museo del Futuro, en el antiguo hotel Reforma, donde antaño estuvo el Ciro’s, el cabaret más elegante de la capital. Del hotel sólo quedó la fachada, pues ahora alberga tres salas temáticas de buen tamaño en las que se ofrece “una experiencia inmersiva revolucionaria donde podrás disfrutar de las mejores exposiciones de arte experiencial”, según la jactanciosa propaganda que circula en las redes. Traducido al lenguaje de todos, el nuevo centro de espectáculos ofrece instalaciones digitales que provocan o intentan provocar en el público una especie de pasmo alucinatorio.

Vacunado contra la pretensión de convertir cualquier novedad en sinónimo de excelencia, tan absurda como la de sobrevalorar las antiguallas, cuando vi las notas sobre la inauguración me inspiró desconfianza el oxímoron “museo del futuro”, pues las obras contemporáneas no deberían buscar un pase automático a la inmortalidad sin haber pasado la prueba del tiempo. Por tomar esos atajos a la gloria el arte contemporáneo se ha convertido en un truculento albañal. Pero una experiencia previa me indujo a visitar el nuevo museo: hace tres años, guiado por mi hija Lucinda, mucho mejor informada que yo sobre el arte futurista del Primer Mundo, tuve la suerte de ver en Tokio una exposición del Team Lab, un colectivo interdisciplinario de artistas visuales, ingenieros en computación, matemáticos y poetas que por medio una confluencia entre el arte, la ciencia y la tecnología logran crear una especie de “sobrenaturaleza”, como diría Lezama Lima. Fue un viaje astral que me dejó perplejo y maravillado. Sumergido por completo en aquel fabuloso delirio, me dolió volver a la inhóspita realidad. Las instalaciones del Museo del Futuro intentan producir un efecto similar, pero no lo consiguen, ya sea porque sus patrocinadores contrataron a colectivos artísticos de medio pelo o por carecer de la infraestructura necesaria para crear mejores trucos de ilusionismo.

Las salas temáticas del nuevo museo no valen ni remotamente los 350 pesos que cuestan las entradas. La primera instalación, Tundra, intenta situarnos en el ecosistema aludido en su título. Tendido bocarriba en una colchoneta sobre una alfombra de hierbas, el espectador siente que el viento mece la hierba y percibe las cintilaciones del firmamento entre la maleza, pero el ensueño prometido jamás aparece por ningún lado. La “experiencia inmersiva” terminó cuando me preguntaba: ¿a qué horas empezará esto? El plato fuerte del Museo es Ouchhh, un espectáculo de pirotecnia psicodélica instalado en una sala rectangular con espejos en las paredes, el piso y el techo. Los efectos visuales y sus reflejos prolongados hasta el infinito encandilan al primer golpe de vista, pero después las imágenes alucinantes, acompañadas por efectos de sonido propios de un videojuego, se tornan monótonas y repetitivas. Para colmo, la sala no tiene aire acondicionado y en esta época de calor se vuelve un horno crematorio. Mi esposa huyó a los cinco minutos porque no aguantaba el calor. Yo me quedé a esperar un milagro que nunca llegó.

Según el programa, la tercera instalación (Percepciones, del catalán Antoni Ariola) intenta provocar “cambios de conciencia” en el espectador. Dos grandes espejos giratorios en una sala teñida de luz violeta, con un sabroso danzón de Carlos Campos como música de fondo, no pueden alterar la conciencia de nadie, salvo la de un creyente ciego en el argumento de autoridad esgrimido por los curadores. Una ocurrencia tan ramplona debería avergonzar a quien la pergeñó y a quien la exhibe. Supongo que mucha gente acudió a este museo atraída por la promesa demagia y espectacularidad. Sólo Ouchhh cumple a medias esa expectativa: las demás salas defraudarán al público juvenil en busca de evasiones.

Al terminar el recorrido, en el bar del patio central, mis acompañantes y yo nos tomamos una cerveza, y a la hora de pagar la cuenta, el mesero me cargó a la tarjeta 150 pesos de más. Por fortuna descubrí la pillería y lo obligué a reembolsarme la cantidad esquilmada, pero el reembolso todavía no figura en el saldo de mi tarjeta. De modo que los mercachifles del arte digital no se conforman con presentar baratijas como obras maestras de indiscutible valor: encima cometen atracos en el bar atendido por sus esbirros. Hay una perfecta coherencia entre ese cobro abusivo y la falta de ventilación en los recintos del falso museo. Llena de trampas y pretensiones fallidas, la Disneylandia mexicana del arte futurista estafa al público por partida doble. No es difícil imaginar el monólogo interior de sus dueños: “Si son tan idiotas para haber caído en nuestro garlito, se merecen que los despidamos con una patada en el culo”.